Saliendo de los callejones (II)

Le escucho teclear mientras intento mantenerme de pie en la ducha: aún me tiemblan las piernas. Con los ojos clavados en los azulejos, evitando a toda costa un espejo que delate lo irritado de mi sexo, me pregunto, una y otra vez, qué coño hago aquí.

No hace tanto, y sí lo suficiente, que mezclé cerveza helada y miradas nuevas apoyada en el mármol de un bar cualquiera, iniciándome en la conversación banal aliñada de complicidad. Aquel día no pretendía besarlo. Juro por dios que no pretendía besarlo.
No me aguanté.
Un pinchazo me recorría a cada frase cómplice. No se si era aquella pedantería tan suya, el olor dulzón de la colonia o saber que nunca sería mío, pero lo empujé, de madrugada, una y otra vez, en cualquier callejón oscuro de una ciudad sin nombre. Le mordí el cuello y oí subir una persiana. Me masturbó, cara a la pared, espectador incluido.
El azulejo me sigue mirando. El grifo de la ducha me cuestiona qué hago allí.
Sigue tecleando.
Sigue tecleándome.

Me escribe segura, cómoda, dominante a ratos, sumisa casi siempre. Ordenándole, bajo un falso ego, que se quite el suéter, la camisa, el pantalón, los principios. Pero que se deje puestos los finales.
Me escribe a mí. o a alguien parecido. Me escribe perdiéndose en mis tetas, abarcando entre sus dientes mis pezones mientras camina hacía mi coño, seguro, experto. Me escribe perdiéndome en su boca, sintiendo la presión de la punta de su nariz sobre mi clítoris, de su lengua recorriendo cada recoveco de mi coño; profundo, dilatado: todo suyo.
No puedo evitar pensar que me escribe gimiendo, suplicante, follada como ha hecho hace un momento. Sus manos en mis piernas, sujetándolas, acercándolas a mis hombros,  a mi cuello,  a mi sexo. Acercándose a mis complejos. Haciéndolos añicos.
Me escribe acostada, expectante, perdida y deseosa de recibir su orgasmo sobre el mio.

Y ahora me escribe recién salida de la ducha, desabotonándome la camisa, acariciándome el hombro y recostada en su pecho.

Creo que nos escribe felices.